Recetas ancestrales de abuelas que perviven en nuestras cocinas y siguen alimentando tradiciones

Recetas ancestrales de abuelas que perviven en nuestras cocinas y siguen alimentando tradiciones

Sabores de siempre: cuando la cocina es memoria

En Paredes de Melo, como en tantos pueblos de Castilla-La Mancha, el tiempo parece detenerse en ciertos rincones. Uno de ellos es la cocina. Basta con oler una sartén de gachas humeantes o ver reposando una cazuela de pisto para comprender que muchas de las recetas que hoy siguen llenando nuestras mesas nacieron del ingenio, la paciencia y el amor de nuestras abuelas. Cocinar no era sólo preparar alimentos: era preservar una forma de vida, una relación con la tierra y una identidad que aún pervive.

¿Quién no recuerda esa abuela que amasaba con manos firmes el pan de cada día? ¿O esa otra que sabía, sin mirar el reloj ni consultar libros, cuándo un guiso estaba listo sólo por su aroma? En este artículo hacemos un recorrido por algunas de esas recetas ancestrales que, generación tras generación, han resistido al paso del tiempo.

Gachas con tropezones: humildad con sabor

Si hay un plato con raíces profundas en La Mancha, son las gachas. Con harina de almorta, ajo, pimentón, aceite de oliva y agua como ingredientes base, este manjar nació como sustento de pastores y labradores. Las abuelas las preparaban sobre fuego de leña, en sartén de hierro, removiendo con calma hasta que la mezcla ganaba cuerpo.

Pero eran los tropezones lo que marcaba la diferencia: panceta frita, chorizo, incluso torreznos crujientes. Cada casa tenía su versión. Cuentan en la familia de Manuela Llorente que su madre, “la tía Rufina”, añadía a las gachas una pizca de comino que traía del campo, lo que les daba un aroma difícil de olvidar. Hoy, algunos vecinos aún las preparan los fines de semana de invierno, especialmente cuando el frío invita a quedarse cerca del hogar.

Migas ruleras: el arte de no tirar nada

Otra reliquia culinaria que aún se cocina en Paredes de Melo son las migas. Platillo preparador con pan duro —nunca se tiraba nada en casa de una abuela—, aceite de oliva y ajos, al que se le añade chorizo, pimientos o lo que hubiera a mano.

Las migas tienen algo de ritual. Su preparación exige tiempo, paciencia y alguien que sepa “darles bien la vuelta”, como decía la señora Nicolasa, famosa en el barrio de San Blas por sus manos milagrosas con la sartén. Se hacían a menudo en épocas de vendimia o matanza, cuando se reunían familias enteras al calor del fuego y las conversaciones.

Atascaburras: el plato que nació del frío

Según la tradición, el atascaburras —puré de patatas con bacalao, ajo, huevo cocido y nueces— nació en las sierras de Cuenca, cuando los pastores, atrapados por una nevada, improvisaron con lo que tenían a mano. Su textura densa y sabor potente lo convirtieron en un clásico de los días gélidos.

En Paredes de Melo, muchas abuelas han adaptado esta receta a su manera. Carmen Ruiz, vecina de la calle Huertas, recuerda cómo su madre añadía leche caliente para suavizar la masa y que su padre, tras una jornada de siega, “renacía” con aquel plato humeante. Hoy, el atascaburras forma parte del imaginario culinario manchego, con cada casa defendiendo su versión.

Rosquillas fritas: dulces de fe y fiesta

Más allá de los platos salados, las abuelas también fueron guardianas de la repostería local. En Semana Santa, en romerías, o simplemente “porque había huevos en el corral”, se preparaban rosquillas caseras, con anís, azúcar y ralladura de limón.

El secreto, como con tantos dulces tradicionales, estaba en las manos. La señora Ángela, que aún vive en la Plaza Mayor, las sigue haciendo para sus nietos. “Ni las de pastelería me saben igual”, dice su hija. Freírlas en aceite limpio, darles el punto justo de dorado y dejar que se temple el aroma del anís eran parte de un proceso que combinaba técnica y cariño.

El pisto manchego: herencia del huerto

Tomates, pimientos, calabacines y cebolla. Con estos productos simples, las abuelas lograban cocinar el famoso pisto manchego, un plato que siempre sabía distinto dependiendo del huerto familiar. Era común prepararlo en verano, cuando las cosechas daban más de lo que se podía consumir fresco. Algunos lo envasaban para el invierno; otros lo compartían entre vecinos.

En la cocina de Pilar Espinosa, el pisto era un plato que congregaba a todos alrededor de la mesa. “Se mojaba pan con alegría y, si había suerte, se acompañaba con huevo frito”, recuerda su nieto. Aunque hoy se vende en tarros en muchos supermercados, son los pistos caseros los que conservan ese sabor único de lo hecho con tiempo.

Consejos que han sobrevivido al paso del tiempo

Detrás de cada receta, también vivían consejos que nuestras abuelas repetían como mantras. Muchos de ellos siguen siendo válidos hoy:

  • No mirar el reloj: cocinar no es correr, es esperar a que los ingredientes hablen.
  • Usar lo que hay en casa es mejor que salir a comprar lo que falta.
  • Un guiso mejora de un día para otro.
  • El pan duro tiene mil usos: desde migas hasta sopas.
  • Se cocina mejor si se canta bajito mientras se remueve.

Más allá de lo estrictamente gastronómico, estos consejos reflejan una filosofía de vida: apreciar lo que tenemos, respetar los tiempos y valorar lo sencillo.

Transmitir la cocina es preservar la memoria

Hoy que tanto hablamos de “recetas de autor” y “cocina de vanguardia”, conviene volver la mirada a esas cocinas humildes donde no faltaba ni el sabor ni el alma. Las recetas de nuestras abuelas no estaban escritas; se enseñaban con los ojos, las manos y el estómago.

Algunas familias de Paredes de Melo han comenzado a recopilar esas fórmulas orales en pequeños cuadernos. “No queremos que se pierdan”, me comentó recientemente Lourdes, maestra jubilada, mientras hojeaba un cuaderno manchado de harina y paprica. En él, su madre había anotado a lápiz, casi como un secreto, esa receta de empanadillas de conserva que tanto gustaban en las fiestas patronales.

Preservar estas recetas es, al fin y al cabo, un acto de cariño. Es dar las gracias a quienes, sin saberse chefs ni influencers, crearon una forma de alimentarnos que también nos nutría el corazón. La cocina tradicional de nuestras abuelas no sólo llena el plato: llena también la vida de recuerdos, afectos y raíces.

Así que la próxima vez que prepares unas gachas, unas rosquillas o un atascaburras, piensa en todas esas manos que lo hicieron antes que tú. Porque al cocinar como ellas, seguimos contando la historia de nuestro pueblo, sin palabras, pero con muchísimo sabor.